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En la Biblia no hay mención a la fecha del nacimiento |
El 24 de diciembre millones de personas en todo el
mundo conmemoran el nacimiento de Jesús, pero ¿Hay alguna referencia concreta para celebrar en esta fecha?
Ninguna otra celebración religiosa, ni siquiera la Pascua
que es la más importante de las fiestas cristianas, tiene la carga de ternura y
recogimiento que encierra la Navidad. Ese día en muchas partes del mundo se
suspenden las guerras, se conceden indultos, se saludan quienes no se hablaban,
y la gente es capaz de ser más amable y generosa de lo que es el resto del año.
El 25 de diciembre parece, pues, tener un toque casi mágico.
Pero ¿Jesucristo nació realmente ese día? No. El 25 de
diciembre no es la fecha histórica del nacimiento del Señor. ¿Cuál es,
entonces, el día exacto? No lo sabemos. Sí es posible saber el año de su
nacimiento (fue, aunque suene extraño, alrededor del año 7 antes de Cristo).
Pero saber el día resulta imposible con los datos que disponemos actualmente.
EL MES IMPROBABLE
Si quisiéramos atenernos a las informaciones bíblicas
debemos concluir que, casi con certeza, no pudo haber nacido en diciembre.
Porque san Lucas dice que la noche en que Él nació “había cerca de Belén unos
pastores que dormían al aire libre en el campo y vigilaban sus ovejas por turno
durante la noche” (2,8). Y si tenemos en cuenta que diciembre es pleno invierno
en Palestina, que en la región cercana a Belén caen heladas durante este
tiempo, y que es la época de los promedios más altos de lluvias, difícilmente
se puede pensar que en ese mes haya habido pastores al aire libre cuidando sus
rebaños. Tanto los rebaños como los pastores permanecen dentro de los establos.
Sólo a partir de marzo, al mejorar las condiciones
climáticas, suelen pasar la noche a la intemperie. Por lo tanto, si cuando
nació Jesús había pastores con sus ovejas a la intemperie, pudo haber sido
cualquier mes del año menos diciembre. ¿Por qué, entonces, celebramos la
Navidad el 25 de diciembre?
TORMENTA EN LA
IGLESIA
En los primeros siglos, los cristianos no mostraron interés
en celebrar el nacimiento de Jesús. La razón era que, como en aquel tiempo se
festejaba con gran pompa el cumpleaños del emperador, los cristianos no querían
colocar a Jesús al mismo nivel que éstos. Así, en el año 245, Orígenes
repudiaba la idea de celebrar la natividad de Cristo, como si fuera la de un
emperador.
De todos modos, de vez en cuando solía aparecer algún
teólogo que proponía una fecha para su nacimiento. San Clemente de Alejandría,
en el siglo III, decía que era el 20 de abril. San Epifanio sugería el 6 de
enero. Otros hablaban del 25 de mayo, o el 17 de noviembre. Pero no se llegaba
a un acuerdo decisivo debido a la falta de datos y de argumentos ciertos para
justificarla. Así, durante los tres primeros siglos la fiesta del nacimiento
del Señor se mantuvo incierta.
Pero en el siglo IV ocurrió algo inesperado, que obligó a la
Iglesia a tomar partido por una fecha definitiva y a dejarla finalmente
sentada. Apareció en el horizonte una temible y peligrosa herejía que perturbó
la calma de los cristianos y sacudió a los teólogos y pensadores de aquel
tiempo. Era el “arrianismo”, doctrina así llamada porque la había creado un
sacerdote de nombre Arrio, en la ciudad de Alejandría de Egipto.
EXTRAORDINARIO, PERO
NO DIVINO
Arrio era un hombre estudioso y culto, a la vez que
impetuoso y apasionado. Tenía la palabra elocuente y gozaba de un notable poder
persuasivo. Había nacido en Libia (norte de África) en el 256, y se había
ordenado sacerdote en el 311. Hacia el 315 comenzó a desplegar una enorme
actividad en Egipto. Sus prácticas ascéticas, unidas a su gran capacidad de
convicción, le atrajeron numerosos admiradores. Pero Arrio pronto empezó a
predicar unas ideas novedosas y extrañas. ¿Qué enseñaba Arrio? Su pensamiento
puede sintetizarse en lo siguiente: Jesús no era realmente Dios. Era, sí, un
ser extraordinario, maravilloso, grandioso, una criatura perfecta, pero no era
Dios mismo. Dios lo había creado para que lo ayudara a salvar a la humanidad. Y
debido a la ayuda que Jesús le prestó a Dios con su pasión y muerte en la cruz,
se hizo digno del título de “Dios”, que Dios Padre le regaló. Pero no fue
verdadero Dios desde su nacimiento, sino que llegó a serlo gracias a su misión
cumplida en la tierra.
La teoría de Arrio fascinó la inteligencia de muchos,
especialmente de la gente sencilla, para quien era más comprensible la idea de
que Jesús fuera elevado por sus méritos a la categoría de Dios, que el hecho
grandioso e impresionante de que Dios mismo, en persona, hubiera nacido en este
mundo en una débil criatura. El arrianismo, en el fondo, quitaba el misterio de
la divinidad de Cristo, y ponía al alcance de la inteligencia humana una de las
verdades fundamentales del cristianismo: que Jesús era verdadero Dios y
verdadero hombre desde el momento de su concepción.
La habilidad dialéctica de Arrio y su fogosa oratoria no
sólo lo llevaron a abrirse fácilmente camino entre las grandes masas, y a
extenderse rápidamente en vastos territorios, sino que lograron convencer a
numerosos sacerdotes, y a dos grandes obispos: Eusebio de Nicomedia y Eusebio
de Cesarea.
NACE EL CREDO
La prédica de Arrio desató una fuerte discusión religiosa
dentro de la Iglesia, y los cristianos se vieron de pronto divididos por una
dolorosa guerra interna. Fue una lucha general: emperadores, papas, obispos,
diáconos y sacerdotes, intervinieron tempestuosamente en el conflicto. El mismo
pueblo participaba ardorosamente en disputas y riñas callejeras. Unos decían:
“Jesús no es Dios”, y otros contestaban con vehemencia: “Sí, Jesús sí es Dios”.
La doctrina de Arrio se expandió de tal manera que san Jerónimo llegó a
exclamar: “el mundo se ha despertado arriano”.
En medio de este acalorado debate, se resolvió convocar a un
Concilio Universal de obispos para resolver tan delicada cuestión, que contaba
con detractores y defensores de ambos lados. Y el 20 de mayo del año 325, en
Nicea, pequeña ciudad del Asia Menor, ubicada casi al frente de Constantinopla
(que era por entonces la capital del Imperio), dio comienzo la magna asamblea.
Participaron unos 300 obispos de todo el mundo y fue el primer concilio
universal reunido en la historia de la Iglesia.
Los presentes en el Concilio, en su inmensa mayoría,
reconocieron que las ideas de Arrio estaban equivocadas y declararon que Jesús
era Dios desde el mismo momento de su nacimiento. Para ello acuñaron un credo,
llamado el Credo de Nicea, que decía: “Creemos en un solo Señor Jesucristo,
Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos. Dios verdadero
de Dios verdadero. Engendrado, no creado”.
Al final del Concilio de Nicea el arrianismo fue condenado,
y sus principales defensores debieron abandonar los puestos que ocupaban en la
Iglesia.
APROPIARSE DE UNA
FIESTA AJENA
A pesar de la derrota, Arrio y sus partidarios no se
amedrentaron. Convencidos de estar en la verdad continuaron sembrando sus
errores por toda la Iglesia. Y su prédica resultó tan eficaz que siguió
logrando gran cantidad de adeptos, a tal punto que unos treinta años más tarde
en muchas regiones no se encontraba un solo obispo que defendiera el credo
propuesto en Nicea. Se habían hecho todos arrianos.
Frente a este panorama el Papa Julio I, que gobernaba
entonces la Iglesia, comprendió que una manera rápida y eficaz de difundir la
idea de la divinidad de Cristo, y así contrarrestar las enseñanzas de Arrio,
era propagar la fiesta del nacimiento de Jesús, poco conocida hasta ese
momento. En efecto, si se celebraba el nacimiento del Niño-Dios, la gente
dejaría de pensar que Jesús llegó a ser Dios sólo de grande. Pero para ello
había que buscarle una fecha definitiva. ¿Y cuál elegir, si no se sabía a
ciencia cierta qué día era?
Ante la falta de datos, alguien (no sabemos exactamente
quién) tuvo una idea genial: tomar una fiesta muy popular del folclore romano,
llamada “el día del Sol Invicto”. Se trataba de una celebración pagana
antiquísima, traída a Roma por el emperador Aureliano desde Oriente en el siglo
III, y en la cual se adoraba al sol como al dios Invencible.
DERROTA DE LAS
TINIEBLAS
¿Cómo había nacido esta fiesta en el Oriente antiguo? Es
sabido que en el hemisferio norte, a medida que se va acercando diciembre (es
decir, el invierno) se van acortando los días. La oscuridad se prolonga, y el
sol se vuelve cada vez más débil para disipar el frío. Además, sale siempre más
tarde y se pone más temprano. En el cielo se lo ve brillar con menos fuerza y
menos tiempo. Todo hace temer su desaparición. Hasta que llega el 21 de
diciembre, el día más corto del año, y la gente con la mentalidad primitiva de
aquella época se preguntaba: ¿Desaparecerá el sol? ¿Las tinieblas y el frío
ganarán la partida? ¡Triste destino nos esperaría en ese caso! Pero no. A
partir del 22 los días lentamente comienzan a alargarse. El sol no ha sido
vencido por las tinieblas. Hay esperanzas de que vuelva a brillar con toda su
intensidad. Habrá otra vez primavera, y llegará después el verano cargado de
frutos de la tierra. El sol es invencible. Jamás las sombras ni la oscuridad
podrán apagarlo. Se imponía el festejo. Y entonces el 25 de diciembre, después
de asegurarse que los días habían vuelto a alargarse, se celebraba el
nacimiento del Sol Invicto.
UN SOL POR OTRO SOL
Ahora bien, para los cristianos Jesucristo era el verdadero
Sol. Por dos motivos. En primer lugar, porque la Biblia así lo afirmaba. En
efecto, en el siglo V a.C. el profeta Malaquías (3,20) había anunciado que
cuando llegara el final de los tiempos “brillará el Sol de Justicia, cuyos
rayos serán la salvación”. Y como al venir Jesús entramos en el final de los
tiempos, el Sol que brilló no pudo ser otro que Jesucristo. También el
evangelio de Lucas dice que “nos visitará una salida de Sol para iluminar a los
que viven en tinieblas y en sombras de muerte” (1,78). Y el libro del
Apocalipsis predice que en los últimos tiempos (es decir, los actuales) no
habrá necesidad del sol, pues será reemplazado por Jesús, el nuevo Sol que nos
ilumina desde ahora (21,23).
En segundo lugar, porque también a Jesús hubo un día en que
las tinieblas parecieron vencerlo, derrotarlo y matarlo, cuando lo llevaron al
sepulcro. Pero Él terminó triunfando sobre la muerte, y con su resurrección se
convirtió en invencible. Él era, pues, el verdadero Sol Invicto.
Estos argumentos ayudaron a los cristianos a pensar que el 25 de diciembre no debían seguir celebrando el nacimiento de un ser inanimado, de una simple criatura de Dios, sino más bien el nacimiento del Redentor, el verdadero Sol que ilumina a todos los hombres del mundo. De este modo la Iglesia antigua, con su especial pedagogía, bautizó y cristianizó la fiesta pagana del “Día natal del Sol Invicto”, y la convirtió en el “Día natal de Jesús”, el Sol de Justicia mucho más radiante que el astro rey. Y así el 25 de diciembre se convirtió en la Navidad cristiana.
Ariel Álvarez Valdes