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El deseo de un reencuentro anodino |
Entre los deseos que han circulado en los brindis de estos
días ha ocupado un lugar el de un reencuentro entre los argentinos, un soplo de
tolerancia que venga a apaciguar el conflicto político de estos años.
Por Edgardo Mocca
Se puede
admitir que esta invocación haya provenido en muchos casos de agencias
interesadas en una interpretación de la actual etapa política en clave de
agitación innecesaria de diferencias y de creación de pujas artificiales para
consolidar el propio poder. Pero sería políticamente equivocado no reconocer, y
por lo tanto no apreciar, que todas las sociedades que en el mundo han sido
tuvieron siempre un impulso de unidad y de reconciliación que forma parte del
fundamento ideal de su existencia. En política no puede hablarse de “deseos
equivocados”; las palabras son siempre mensajes significativos. Aun cuando se
enuncie con sentido manipulador, en la medida en que hay millones de personas
que lo comparten, el impulso hacia la concordia es un valor político relevante.
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La crisis de 2001 en Argentina fue una situación límite |
Es particularmente significativo que la demanda alcance una
especial potencia cuando los argentinos hemos entrado en la cuarta década
consecutiva de vida democrática, la más larga en toda la historia nacional. El
registro histórico tiene mucha importancia porque en estos años el país atravesó
agudas crisis, incluida la más profunda de nuestra historia moderna, la que
estalló a fines del año 2001 y se cerró con la elección de 2003. Una crisis,
recordemos una vez más, que puso en jaque la propia existencia de la nación
como comunidad política, en el contexto de enormes penurias sociales, derrumbe
económico y virtual implosión de la autoridad política. Digamos que aquellos
fueron días de extraordinaria conmoción social y de indignación generalizada;
sin embargo, no se los recuerda por un alto nivel de polarización política.
Para decirlo con los usos actuales: las familias y los amigos no estaban
divididos por razones políticas. Fue más bien una época de infrecuentes
confluencias sociales, como las que reunieron a piqueteros y caceroleros de
clase media en una lucha que era “una sola”. La deriva política de aquel
derrumbe no fue ciertamente muy ortodoxa en términos institucionales, pero el
problema del poder no se resolvió por la vía de la fuerza, lo que no es poco
decir en nuestra historia. No surgieron fuerzas “antisistema”, según el canon
politológico liberal; hubo, claro, profecías apocalípticas y hasta utopías
revolucionarias que crecieron en el clima caliente del asambleísmo popular,
pero la democracia argentina encontró caminos de continuidad institucional y
sometió esos caminos al veredicto popular libremente ejercido. En el proceso
transformador contemporáneo, la vigencia de las instituciones propias de la
democracia representativa se ha revelado como un valor central.
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Algunos candidatos esgrimieron el eslogan de Argen y Tina |
Como al pasar, conviene decir que algo del clima de nuestro
2001 parece haber reaparecido fuera de nuestras fronteras. Aquel que quiera
salir por un momento del cuento de hadas de la prosperidad capitalista liberal
no tiene más que darse una vuelta por la información sobre los acontecimientos
en Grecia, en España, en Italia, para dar nada más que algunos ejemplos. No se
habla mucho del asunto en los medios dominantes locales, pero acaba de caer el
gobierno griego, habrá elecciones y la mayor expectativa de voto recae sobre el
“populismo” de izquierda del Syriza encabezado por Alexis Tsipras. En España,
cuando todavía faltan muchos meses para la elección de gobierno, las encuestas
reconocen a Podemos –emergente de la movilización de masas de indignados contra
las políticas del bipartidismo español– al frente de las preferencias. Podría
sumarse la extraordinaria movilización popular en Italia contra las políticas
económicas de la Unión Europea; a tal punto que Renzi, presidente por el
centroizquierda, acaba de reconocer la inviabilidad política de la continuidad
de esa línea, hasta ahora aplicada dócilmente por su gobierno. Hasta en Estados
Unidos se perfila una corriente autodefinida como “populista” en el interior
del Partido Demócrata, liderada por una mujer, la senadora por Massachusetts
Elizabeth Warren; según se dice, aunque la dirigente no se proclamó como
candidata alternativa a Hillary Clinton, sus respaldos han crecido
inesperadamente. Si a todo esto se suma el desafío de la ultraderecha,
victoriosa en las parlamentarias del Reino Unido, Francia, Dinamarca y con
fuerte crecimiento en otros países, estamos ante un complejo panorama para el
sistema político europeo, organizado alrededor de un gran consenso centrista
del que forman parte entusiasta fuerzas de izquierda de un enorme prestigio
histórico. Vale este rápido pantallazo para decir que no siempre la democracia
se lleva bien con la concordia, sobre todo cuando ésta consiste en esconder la
mugre de la dominación bajo la alfombra.
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El abogado Daniel Sabsay injuriando a la Presidenta |
Volvamos al país. En efecto, nuestra vida política atraviesa
por una escala de intensidad y polarización, de la cual hay pocos antecedentes.
Aunque suene paradójico, es la continuidad de la democracia la que favorece
este despliegue de contradicciones y conflictos. En otras épocas, el conflicto fue
hostigado, reprimido y clandestinizado. Incluso en algunos tramos de esta etapa
democrática –como durante el menemismo y la fugaz Alianza– la hegemonía
político-cultural del bloque dominante fue tan abrumadora que dio lugar a un
consenso pasivo que hacía casi inaudible la voz de los que protestaban contra
el orden neoliberal. Vistas así las cosas, estos años han mostrado la enorme
potencia de nuestra recuperación democrática, porque estamos haciendo la
experiencia de llevar los antagonismos políticos hasta sus niveles más agudos,
manteniendo la plena vigencia de las instituciones y las libertades: la
posibilidad de cuestionar la dominación en el marco de la continuidad
institucional es un poderoso activo de nuestra democracia. Esta conquista no
quiere decir que la deslealtad con la democracia y la lógica desestabilizadora
de ciertos círculos del poder haya desaparecido. En estos días, por ejemplo, se
ha informado sin eufemismos y con mucho entusiasmo desde algunas columnas
periodísticas sobre reuniones de jueces nacionales en las que se acuerdan y
coordinan acciones de hostigamiento contra el gobierno nacional. Claro que esos
episodios no suelen incluirse cuando desde ciertas agencias se habla de la
intolerancia y el encono, como tampoco de la maquinaria desinformadora y
manipuladora en la que se han convertido hoy los medios de comunicación
dominantes.
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Manifestaciones opositoras que fracasaron |
Tal vez en este año que acabamos de terminar haya pasado la
democracia argentina uno de sus exámenes más exigentes. La confluencia de
innegables problemas económicos, asociados a causas estructurales no
completamente removidas en estos años, con la imposibilidad de la reelección
presidencial y un resultado electoral de las legislativas interpretado de modo
predominante como debilitamiento del gobierno, conformaba la agenda ideal de la
ingobernabilidad política. Para más de un observador la única fórmula que podía
salvar la continuidad institucional era la de la asunción por la Presidenta del
programa de los desestabilizadores. Con una política más “realista”, con
devaluaciones, ajustes, concesiones y buenos modales podía comprarse la buena
voluntad de quienes, de otro modo, estaban en condiciones de voltear el
gobierno. No fue solamente el Gobierno el que denunció esta amenaza en enero de
2014.
En octubre de este año, los argentinos decidiremos sobre la
continuidad y profundización del rumbo de esta etapa o el surgimiento de otro
proyecto de país. Es muy importante que esto se haya logrado y no es de ningún
modo casual: es, entre otras cosas, el resultado de la confianza de la gran
mayoría de los argentinos en la ruta del esfuerzo y del respeto por el orden
democrático. El comportamiento “en manada” que muchos gurúes pronosticaron
tanto como auspiciaron no se produjo: no primó el miedo, ni la angustia, ni la
incertidumbre, no hubo verano incendiario y la más importante experiencia de
oposición sin partido, los cacerolazos, devinieron minúscula acción callejera
de los sectores más recalcitrantes. La democracia ganó la batalla.

Claro que la demanda de mayor diálogo y tolerancia debe ser
reconocida y reapropiada por quienes no la identifican con el regreso al
dominio político de la convergencia empresarial, la Sociedad Rural, los grandes
grupos financieros y los articuladores mediáticos de la defensa de sus intereses.
Un posible sentido en el que puede interpretarse el deseo es el de profundizar
lo que, de hecho, viene haciendo la gran mayoría de nuestra sociedad y lo que
posibilitó llegar a este nuevo año en paz: no entrar en el clima enrarecido que
proponen, no rebajar nuestro lenguaje y nuestra conducta, discutir ideas y no
descalificar personas. Es decir, mejorar la calidad política de los
comportamientos con los que se enfrentan a aquellos que siempre auspiciaron
soluciones de fuerza y constituyeron la verdadera fuerza antisistema en nuestro
país. Es la propuesta de reencontrarnos como una unidad diversa y
contradictoria y no como una inercia del sentido común de la cultura dominante.
No es una idea válida para un partido o para un sector, es la apuesta de una sociedad
para seguir, desde las diversas perspectivas políticas de cada persona o grupo,
haciendo más fuerte a la democracia.