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Horacio González reflexiona sobre el caso Nisman |
"La muerte del fiscal Nisman fue muy profusa en papeles, ahorrativa en señales y lacónica en su espantosa ambigüedad"
Por Horacio González
La vida colectiva sostiene siempre una pregunta: “¿Quién es el autor de los magnos crímenes?”. Sin certezas autorales se desmerece la vitalidad democrática, el contrato de la vida en común. Es lo que nos está pasando y por eso precisamos salir del pantano de las atribuciones apócrifas y de las especulaciones furtivas. Cuando alguien se suicida, nos preguntamos de inmediato por sus pasos previos, lo último que dijo, las señales que pudo haber dejado por el camino. El suicidio es el momento de la voluntad final, voluntad a la que consideramos disminuida, entorpecida (pues todo debería ser pulsión de vida) y al mismo tiempo intuimos que hay allí un extraño coraje que no todos sabríamos encarar (pues es la otra forma de fortalecer la voluntad, la superioridad de acabar consigo mismo). Vacilamos en saber de qué está compuesto el suicidio. La muerte del fiscal Nisman fue muy profusa en papeles, ahorrativa en señales y lacónica en su espantosa ambigüedad. Primero se dijo suicidio, conocida y temible palabra. Este hecho extremo muchas veces se halla recubierto por un decidido orgullo, un despechado altruismo o un oscuro deseo de legar a la sociedad una atmósfera de culpa colectiva.
Si alguien pensara “en sus cabales”, no se suicidaría; así
razona el mero racionalista. Es un ejercicio literario muy conocido, que al
comprobarse un suicidio, se pregunta por los más mínimos gestos,
insignificantes en ese momento, y que ahora cobrarían nueva significación ante
el cuerpo exánime que tenemos ante nuestros ojos. ¿Qué hizo Lugones en su viaje
en tren al Tigre? ¿Qué impulsó a Alem a tomar su último carruaje? ¿Qué pensó
Lisandro de la Torre en su recámara solitaria de calle Esmeralda? En todos
estos casos hubo cartas, justificaciones, meditaciones repletas de melancolía y
también de olímpicos desprecios. Sin embargo, solemos pedirle al suicida claves
de su autoría, no sólo escritas de su puño y letra sino en signos a veces
herméticos que, producidos en las aparentes insignificancias de los momentos
anteriores, cobren un sello definitivo luego de consumado el acto. Nisman dejó
sólo instrucciones a la mucama. Esa estridente sequedad, sin embargo, está
rodeada de un revólver, puertas obstruidas, cerraduras inseguras, custodias
sospechables. El fiscal que dedicó la mayor parte de su vida a buscar pruebas,
muere en una sordina abrumadora de pruebas. Los poderes no desean ser ambiguos,
y una muerte vinculada con el profundo drama del poder se presenta envuelta en
toda clase de ambigüedades.
Ese acto, el suicidio, no puede permanecer en la ambigüedad.
Pero sin evidencias emanadas del propio actor de su elocuente inmolación,
restarían solamente las certidumbres de una sutil premonición recreada a
posteriori. Apenas se sostendría la condición suicida si fuera sólo fundada en
intuiciones precisas en torno de esas actuaciones previas, sin las cuales
podría sospecharse que no hubo “mano propia”, que no actuaron terceros o que no
hubo una instigación que se habría producido con fatales amenazas secretas, a
través de cargas infamantes, sigilosas imputaciones de importancia superior
para su honor que los hechos demasiado obvios que el muerto iba a revelar. O
peor: producir una muerte cuya contundente o ensordecedora autoría obedecería a
un poder innominado, que deposita un cadáver como si fuera una pirámide
conmemorativa en un parque, un cuerpo que cuando era portador de vida inculpaba
al máximo poder público nacional. Esa muerte, sea suicidio o asesinato, ¿acaso
tendría enrollado el papiro que señalaría a esa máxima autoridad como culpable?
La gravedad de este hecho reside en que esto es inverosímil
en los horizontes colectivos de una democracia, pero revista una apariencia de
verosimilitud sólo en enfermizas tramas conspirativas, con invisibles orquestas
que dirigen el pífano de la conjura en un país. Esas tramas, si rigen, sólo es
porque desean preparar el gran retroceso, el mandoble que le resta plenitud a
un gobierno y retira las posibilidades a la entera sociedad. ¿Quién podría
afirmar que Nisman preferiría atentar contra sí mismo (lo que indirectamente
validaría con más fuerza sus papeles póstumos, notoriamente frágiles en su
argumento, aunque escritos con concisa, y por qué no reiterativa, pluma
jurídica), y así ese suicidio sacrificial sostendría con sangre la validez de
su letra? No parecía esto más importante que una sesión de debates
parlamentarios donde triunfaría una incierta atmósfera en la que
dificultosamente se harían valer esas inferencias lógico-deductivas de su
escrito. Eran escritos de muchos modos tan estentóreos como imprecisos, como
esas llamadas telefónicas capturadas por los servicios, que parecen, algunas,
propias de un trato coloquial entre personajes aleatorios, despojados de todo
rigor conclusivo.
En disfavor de la tesis del suicidio figura el hecho de que
Nisman podría haber confrontado tranquilamente sus papeles tan trabajosos con
sus críticos gubernamentales, que sin duda exhibirían otros documentos,
respecto de que no había concesiones de libre circulación de personas en cuanto
a los sospechosos iraníes, ni esquemas comerciales que pasarían por encima del
“contrato social argentino” por excelencia, el acuerdo sobre la primacía de los
derechos humanos. Un suicidio siempre es absurdo y siempre tiene una última
razón desconocida. Este último tramo misterioso de la conciencia del suicida,
es decir, el suicida despojado que no deja evidencias anteriores o posteriores
(que la tradición romántica, la de Werther, o la sociológica, de Durkheim,
nunca ven como tal, pues tratan sobre suicidas que poseen razones claras en sí
mismas), y que tiene en el dramático caso del fiscal Nisman un componente
político tan condensado y de tan gravísimo tenor, que salvo pruebas periciales
muy contundentes podría seguir dando pie a la discusión crucial en torno al
suicidio o al asesinato, incluido el tan abarcador concepto de suicidio
inducido que, sin estar en ninguna legislación, apunta hacia el máximo grado de
la conmoción pública y a una sociedad presa de poderes subterráneos. Pero,
¿quién podría querer cualquiera de esas cosas, asesinato, suicidio inducido? El
autor oculto, en su maniobra perversa, parecería triunfar en llevar las culpas
hacia un lado de la incisión nacional ya creada por ostensibles autorías.
La culpa sería, por burda, primitivista: se agotaría la vida
política y social del país. Si en lugar de estar ante un asesinado estuviéramos
ante un suicida, éste, en su misterio rotundo, también encarnaría allí el
turbio destino de una sociedad y la responsabilidad de quién quiera que sea:
todo el debate sobre lo ocurrido en un piso de Puerto Madero se devolvería a la
política real que se hace en un país, de tal modo que nos veríamos envueltos en
una atmósfera de irreflexión muy penosa, y la vida pública, social, intelectual
y cultural se desharía apenas intentemos, a lo mínimo, comenzar a conversar
sobre ella. En la muerte de Nisman se percibe una cuestión bien conocida: se
refiere a los “Servicios de Informaciones”, dudosas agencias estatales que
generalmente basan su fuerza en operaciones de “falsa identidad”. Su trabajo
consiste en conocer lo “indecible del otro”, y aunque generalmente se limitan a
trazar catalogaciones, esquemas y arquetipos previsibles, salidos de manuales
de encasillamiento escritos en lengua persecutoria, su verdadera especialidad
es la de “actuar siendo otro”. Esto es, actuar bajo el nombre del adversario, o
de quien se quiere destruir, o de quien, expropiándole la identidad, se le
pueda adosar después una acción ajena hacia la que fueron conducidos, o actos
con el significado deliberadamente inverso de aquello en que los “servicios”
creen, producido por ellos mismos con el profesionalismo de una conciencia
desdoblada. Esta es la clásica acción del agent provocateur: poner a luz las
latencias de culpabilidad y embate que las conciencias pueden tener, pero saben
contener con prudencia. El cándido poseedor de creencias varias (denuncistas,
insurgentes, ideológicas) ve de pronto que ellas se prolongan en acciones que
él no ha causado. Los “servicios” –la conciencia del otro– las cometen para
ponerlo frente a su supuesta condición de culpable. ¿Era alguien que meditaba
en su ensoñación libre sobre convulsiones y actos justicieros? Ahora tiene todo
eso a su frente, en un charco de sangre. El no lo ha hecho, lo han hecho por
él, le han tomado prestada su identidad, han leído su “inconsciente político”,
lo ponen en situación de desmentirlo todo, pero obligándolo al mismo tiempo a desmentir
sus sueños.
Son algunas de las técnicas de los servicios en todo el
mundo; grandes creadores de escenas, hechiceros de la manipulación de
motivaciones, de la reversibilidad de las responsabilidades y convicciones. En
un famoso episodio de la cuestión policial en el siglo XIX, Marx debió
comprobar en un largo escrito sobre “Herr Vogt” –ése era el nombre del
informante del bonapartismo– que el agente de espionaje era el otro, no él. En
El agente secreto, magnífica novela de Joseph Conrad, se ve cómo se esboza la
temible idea de que todos los actos humanos son impulsados por una suerte de
inteligencia aviesa para que resulten en lo contrario de lo que desean. La
reflexión sobre el doble agente, la acción bajo “bandera falsa” o sus
sucedáneos –el “infiltrado”, el “agente provocador”– están inscriptos bien o
mal en las prácticas y el lenguaje político. En el cine y la literatura –sin
mencionar a Borges, que casi toda su obra la funda en estas situaciones– es
posible refrescar el tema volviendo a ver Coronel Redl, un film de los ’80 de
Itzván Szabó, basado en la obra de John Osborne, A Patriot for me, donde se
relata el caso del jefe de inteligencia del Imperio Austro-Húngaro, a su vez
espía ruso y de otras naciones, quien es llevado al suicidio por el propio
emperador.
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Horacio González, Director de la Biblioteca Nacional |