Marta Riskin rescata el sentido complejo del derecho a la
libertad de expresión y opinión, invitando a reflexionar sobre el tema en
directa relación con las manifestaciones y los hechos políticos coyunturales.
Por Marta Riskin*
Algunas tribus del Orinoco durante un eclipse de Luna ponían
bajo tierra ramas encendidas, pues según ellos, si la Luna se extinguiera,
todos los fuegos de la Tierra se apagarían con ella, excepto los que estuvieran
ocultos a su mirada. (La rama dorada, J. R. Frazer).
El lado oculto de la Luna proveyó fantasías terroríficas a
todas las culturas. Si hoy provoca poco temor, tanto se debe a las revelaciones
científicas, cuanto a la pérdida de poder de los intereses que la mantenían
invisible.
Hasta hace poco, también el Art. 19 de la Declaración
Universal de Derechos Humanos estaba fuera de discusión.
“Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de
expresión...” enuncia un derecho que no atrae conflictos mientras sean pocos
quienes lamentan la ausencia de miles de voces y aún menos los que cuestionan
la propiedad monopólica de los medios de comunicación.
En tiempos de convergencia tecnológica, desde los títulos de
propiedad de diarios, radios, canales de TV y cables a las falsedades,
ocultamientos y sustracción de información revelan la manipulación de múltiples
otros derechos.
Igualmente, permiten identificar con claridad meridiana a
los apropiadores de la palabra y a cómplices, conscientes y no, de los
distintos niveles de la injusticia; ya que demasiadas acusaciones de violar la
libertad de expresión son invalidadas por los silenciamientos históricos de los
propios denunciantes, en especial, comunicadores y dirigencias políticas.
Sin embargo, queda pendiente profundizar por qué los
acompañan ciudadanos presuntamente democráticos y que niegan a otros la
libertad que pretenden para sí mismos; descalificando opiniones ajenas y
redefiniendo a su antojo el derecho a expresarse según color, religión,
educación, oficio e incluso investidura.
Tampoco parece razonable el acompañamiento de un Poder
Judicial que no respeta las leyes sancionadas, pero moraliza acerca de peligros
institucionales, en tanto incumple sus tareas constitucionales específicas para
garantizar la paz y la seguridad de la República.
El bloqueo a la aplicación completa de la ley de libertad de
expresión deslegitima a los magistrados, pues resulta difícil creer que puedan
ignorar las incitaciones al golpe, la catarata de operaciones de prensa, la
cadena de infamias y las usinas de consignas simplificadas que incitan al odio
y la intolerancia provenientes, precisamente, de quienes han suplantado la
libertad de expresión por la libertad de empresa.
Quizá señale que sólo los seres perfectos pueden ser
fundamentalistas y que adoptar puntos de vista más complejos sobre la realidad
no nos vuelve más sabios.
Acaso sólo el cuestionamiento a los propios prejuicios y
temores y la conciencia de las propias y frecuentes intolerancias provea nuevas
miradas y perspectivas. Es una tarea difícil que se expresa hasta en la propia
identidad.
Resultan llamativos los “yo soy” y los “yo no soy” en
términos de verdades absolutas que hoy recorren el planeta.
Aunque se reconozcan condicionamientos culturales y se
elijan a conciencia las pertenencias, rememora la advertencia de Erich Fromm:
“El derecho de expresar nuestros pensamientos tiene algún significado tan sólo
si somos capaces de tener pensamientos propios”.
Además sella una esperanza, pues ponerse en los zapatos de
otro nunca fue cómodo ni bonito.
Involucra hacerse cargo de olores y dolores, asperezas y
callosidades ajenas y, al mismo tiempo, enfrentar las propias limitaciones y
flaquezas.
Un buen inicio para cualquier debate.
Por el contrario, las consignas de identidad también son
formas elementales, aunque sumamente reveladoras de expresar culpas y, sin
asumir los riesgos del cambio, eludir las responsabilidades personales
implícitas.
Corresponde recordar que la responsabilidad no es culpa sino
memoria y que la responsabilidad cívica es un gran espacio de oportunidades.
Voltaire escribe, a mediados del siglo XVIII: “Aquellos que
dicen que hay verdades que deben ser escondidas al pueblo no han de alarmarse
en absoluto, el pueblo no lee, trabaja seis días a la semana y el séptimo va a
la cantina”.
Quienes en la actualidad confunden venganza con justicia y
aspiran al poder omnímodo consideran eternas sus palabras y seguramente
agregarían “oyen nuestras radios y miran nuestro cable”.
Olvidan que hallar incoherencias entre afirmaciones y hechos
sólo es cuestión de compromiso, trabajo y tiempo.
En 1656, Baruch Spinoza fue expulsado de la comunidad judía
de Amsterdam.
Nunca dejó de ser judío y sus ideas aún alumbran al
pensamiento humano.
¿Quién recuerda a sus jueces?
En la cuenca del Orinoco ya nadie cree que los fuegos
subterráneos sirvan para algo y, mucho menos, que sostengan la Luna.
¿Quiénes eran los profetas?
* Antropóloga UNR.