Dinamitaron el lugar donde murió, prohibieron su foto, su nombre y su voz, destruyeron los hospitales y hogares, secuestraron e hicieron desaparecer su cuerpo por 16 años, pero todo fue inútil.
Se ha escrito mucho sobre Eva
Perón. No pocos autores se han dedicado a subestimarla, a estudiarla como a un
fenómeno folklórico, como ocurre con las tradiciones y los mitos populares.
Pero Evita fue un sujeto político y compartió con Perón el liderazgo
carismático del peronismo, demostró una gran capacidad de conducción y
construcción política, llegando a manejar dos de las tres ramas del movimiento:
la femenina y la sindical. A esta influencia decisiva se sumó su tarea social
en la Fundación que la ubicó definitivamente en los sentimientos y en las
razones de sus descamisados, llegando con su obra y también con su proselitismo
hasta los últimos rincones del país.
Contra ese poder innovador y
disruptivo construido por Evita con el imprescindible aval de Perón, fue que se
alzaron las voces de sus enemigos más peligrosos, que le dejaban al resto de
los opositores las críticas por su pasado de actriz, sus modos, su lujosa
vestimenta y su “insolencia”. Advertían el peligro que para sus intereses
representaba “esa mujer” que no se detenía ante nada y no confiaban en que
Perón pudiera convertirse en su barrera de contención en la medida que le fuera
útil a su proyecto político y no intentara volar más alto que él.
La historia liberal clásica,
devenida últimamente en la llamada “historia social”, ni siquiera hace el
esfuerzo por comprender históricamente al peronismo, sino que lo estudia como
un “fenómeno” al que intenta escamotear o disimular en sus libros como parte
del proceso de los “populismos latinoamericanos”. Comprender no quiere decir
justificar, sino exactamente entender la complejidad de un período que cambió
la historia y atravesó la producción política contemporánea. Se parte en esos
textos de una ajenidad aparentemente dada por la pertenencia al campo
intelectual y a partir de allí se procede a juzgar aquel proceso como una
anormalidad institucional y social. En cambio, a las etapas anteriores se las
estudia indulgentemente desde la perspectiva de la historia institucional,
pasando por alto el fraude, la miseria, la marginación y la represión de esos
períodos modélicos que se rescatan acríticamente; así ocurre con la Argentina de
1910, puesta como ejemplo de épocas añoradas durante los debates del
bicentenario por los más eminentes representantes actuales de la llamada
“historia social”. Esa indulgencia con el modelo liberal agroexportador
triunfante en 1910 que excluía, según las estadísticas oficiales, a más de la
mitad de la población que vivía en la miseria, se vuelve aguda crítica frente
al peronismo y sus protagonistas en general y a Eva Perón en particular. Se la
ve, en el mejor de los casos, como un emergente, como un producto de Perón,
fanatizado e incapaz de producir política.
La buena noticia es que en los
últimos tiempos se va afirmando la tendencia de una producción académica que
comienza a tratar a Evita como a un sujeto político y han aparecido algunas
obras, elogiosas o críticas de su trayectoria, en las que ya aparece algo
fundamental: el protagonismo político de Evita, su capacidad de conducción y de
elaboración política, la mayoría de las veces complementaria a la de Perón,
pero a veces en competencia con el líder. Es saludable volver sobre la pasión
de Evita, en las dos acepciones de la palabra, sus contradicciones y aciertos,
sus amigos y enemigos, lo que ella dijo y lo que dijeron de ella, de aquella
mujer que sólo pidió que la recordaran como Evita y que se convirtió con el
tiempo en la argentina más conocida en el mundo entero.

El amor de su pueblo, de sus
descamisados, la sobrevivió y la convirtió primero en una Santa y luego en un
ícono de la revolución social de una Juventud Peronista que no dudaba en gritar
a los cuatro vientos que si hubiese llegado viva a los ’70 hubiese abrazado la
causa montonera.
El odio de sus encarnizados
enemigos la sobrevivió. Dinamitaron el lugar donde murió para evitar que se
convirtiera en un sitio de culto, prohibieron su foto, su nombre y su voz,
pasaron con sus tanques por las casitas de la Ciudad Infantil hasta convertirla
en ruinas, abandonaron la construcción del hospital de niños más grande de
América porque llevaría su nombre, echaron a los ancianos de los hogares
modelo, quemaron hasta las frazadas de la Fundación, destrozaron pulmotores
porque tenían el escudo con su cara, secuestraron e hicieron desaparecer su
cuerpo por 16 años. Pero como sospechaban los autores de tanta barbarie, todo
fue inútil.