El análisis del director de Le Monde diplomatique sobre el proceso electoral argentino actual señala que los candidatos presidenciales están liberados de ciertas
ataduras del pasado, pero son vigilados de cerca por
la ciudadanía.
Entre asombrado y enojado por la
deriva anti-republicana de la segunda oleada de gobiernos desde la recuperación
de la democracia en América Latina, Guillermo O’ Donnell escribió en 1994 un
artículo en el que una vez más demostró su extraordinaria capacidad para
conceptualizar algo que estaba delante de nuestros ojos pero que no podíamos
ver (1).
Con la idea de democracia
delegativa, O’ Donnell definió una “nueva especie” de régimen político: la
democracia delegativa es democrática porque tiene legitimidad de origen, es
decir que surge de elecciones limpias y competitivas, y porque mantiene
vigentes las libertades políticas básicas, como las de expresión, reunión,
prensa y asociación (aunque en algunos casos amenazadas). Sin embargo, es una
democracia menos liberal y republicana que la democracia representativa, ya que
tiende a no reconocer los límites constitucionales y legales de los poderes del
Estado.
La concepción básica es que la
elección le da al presidente el derecho, y la obligación, de tomar las
decisiones que crea más convenientes, sujeto sólo al resultado de futuros
comicios. El resultado de esta autoconcepción es que el gobierno considera un
estorbo la “interferencia” de las instituciones de control, incluyendo a los
otros dos grandes poderes del Estado (el Legislativo y Judicial) y a los
mecanismos de rendición de cuentas (auditorías, fiscalías, etc.). Bajo este
tipo de régimen, las políticas públicas suelen implementarse de manera abrupta
e inconsulta. Y aunque el gobierno por supuesto debe enfrentar diversas
relaciones fácticas de poder, suele hacerlo mediante vínculos nula o
escasamente mediados institucionalmente.
En las democracias delegativas,
el presidente se considera la encarnación, o al menos el más autorizado
intérprete, de los grandes intereses de la nación. En consecuencia, se siente
por encima de las diversas partes de la sociedad (incluyendo a los partidos) y
no cree necesario rendir cuentas salvo en las elecciones.
CONTRAPESO
Elaborado con los ojos puestos en
los gobiernos de Menem y Fujimori, el concepto se popularizó velozmente hasta
convertirse casi en un lugar común de los análisis políticos (2). Dos décadas
después, y a la luz de la misma experiencia latinoamericana que le dio origen,
la definición pionera de O’Donnell puede completarse con la referencia a un
fenómeno cada vez más notorio, que no anula pero sí agrega un dato al planteo
original: me refiero a una ciudadanía que, cada vez más autónoma y libre,
ejerce una vigilancia constante sobre los actos de gobierno y constituye un
contrapeso decisivo para cualquier administración.
Esta ciudadanía no se retira a su
mundo privado una vez que eligió a sus representantes; se mantiene en guardia,
alerta como un gato de sueño liviano capaz de despertarse apenas percibe el
rechinar de una puerta, un crujido en el piso, el sonido de los pasos de un
desconocido. Una “ciudadanía de la desconfianza”, de acuerdo a la definición
del politólogo Isidoro Cheresky (3), influida como nunca por los medios de
comunicación y dispuesta a manifestar su rechazo a través de los dos polos
mediante los cuales se expresa públicamente: las encuestas (el polo-opinión
pública) y la calle (el polo-estallido). Contra la idea original de O’Donnell,
la ciudadanía no cede todo el poder en el dispositivo representativo. A la
manera de los buenos negociadores, siempre se guarda algo.
Si las cosas no avanzan como
suponía, la ciudadanía hace sentir el rigor de su presencia pública incluso a
los pocos días de la elección, tal como confirman diferentes casos recientes.
En Brasil, a menos de tres meses de asumir su segundo mandato, Dilma Rousseff
enfrentó una serie de movilizaciones de protesta e incluso versiones de
impeachment, lo que agravó la debilidad de un gobierno afectado por el
escándalo de corrupción en Petrobras y la recesión económica. En Chile, también
poco después de jurar para un segundo período, Michelle Bachelet enfrentó una
serie de fuertes resistencias a sus planes de reforma y se vio obligada a cambiar
medio gabinete, mientras su imagen pública se desplomaba. En la Argentina del
2008, Cristina enfrentó el conflicto del campo menos de seis meses después de
llegar a la Presidencia.
AQUÍ Y AHORA
La perspectiva resulta útil para
entender el contexto en el que asumirá el nuevo gobierno. Como los conductores
de televisión, que ya no esperan el rating al final del programa sino que lo
siguen en vivo a través del minuto a minuto, el próximo presidente deberá
relegitimarse no ya cada dos años sino todos los días. Situación que, si por un
lado le agrega una presión extraordinaria que subraya la dimensión cruel del
ejercicio del poder, por otro habilita un margen de maniobra que le permite al
líder ir corrigiendo el rumbo de la manera que lo crea más conveniente.
En efecto, los presidentes
actuales llegan al poder liberados de una serie de ataduras que en el pasado
ejercían un límite fundamental a su acción de gobierno. En primer lugar, porque
se han debilitado los condicionamientos sociológicos del voto: sectores
populares que se inclinan por candidatos de derecha no peronistas (en el Sur de
la ciudad de Buenos Aires, por ejemplo), una clase media que ha perdido su
tradicional vehículo de expresión política y un troskismo que asciende en
provincias conservadoras (Mendoza) y hasta feudales (¡Salta!). En otras
palabras, el voto ha dejado de ser el reflejo casi automático de una voluntad
social preexistente a la que el representante debe obedecer y se ha convertido
en un interrogante dificilísimo de atrapar: arena que se escurre entre los
dedos.
Pero además ocurre que los
partidos, que tradicionalmente dotaban de estabilidad y un mínimo de
previsibilidad al sistema político, se han fragmentado y difuminado. No han
desaparecido del todo, claro, pero ya no son capaces de generar adhesiones
permanentes de personas, familias o comunidades, del mismo modo que los
referentes sociales o corporativos no logran trasladar su ascendente a la
dimensión política: el moyanismo social que no vota a los candidatos de Hugo
Moyano o el lanatismo cultural que no se inclina por Elisa Carrió.
La ausencia de electorados
estables crea un estado de confusión que, si en algunos momentos deriva en
alianzas grotescas, en otros se desliza hacia las acusaciones exageradas,
notoriamente en el caso de Carrió, que conforme va ampliando la frontera de lo
admisible (primero para aceptar a los radicales, después a los ex
kirchneristas, ahora al PRO) va aumentando la intensidad de la crítica a
quienes quedan afuera (“narcotraficantes”).
Es en este contexto que se
produce el ascenso de los líderes de popularidad. Verdaderos amos y señores de
nuestra política, los líderes procuran el apoyo de un electorado amplio y
desafiliado de adhesiones u obligaciones previas, lo que los lleva a diluir las
apelaciones ideológicas fuertes en el aguarrás de un discurso de tonalidades
emotivas en el que cualquier precisión programática, cualquier referencia
concreta puede poner en peligro toda la estrategia. Obligados a ser iguales a
la gente pero a la vez distintos, los candidatos se limitan a exhibir su buena
imagen y formular una enunciación vaga de la dirección de su futuro gobierno,
tal como demostró el paso de los tres favoritos –Daniel Scioli, Mauricio Macri
y Sergio Massa– por ShowMatch. En palabras de Cheresky, campañas sin promesas
ni programas.
Como señalamos, la consecuencia
de este nuevo paisaje representativo es que, una vez en el gobierno, los
presidentes gozan de un espacio amplio para ejercer su voluntad. Sin el
condicionamiento de partidos o sindicatos, que al fin y al cabo cumplieron un
rol apenas subsidiario durante la campaña, y eximidos de la obligación de
aplicar una plataforma que nunca exhibieron, los “presidentes sin mandato” no
deben rendir cuentas a ninguna estructura orgánica y se sienten libres para
gestionar de la manera que les parezca más conveniente.
Es, hasta cierto punto, lógico.
Por motivos que exceden al autor de este editorial, y que van del impacto de la
globalización a la velocidad acelerada de los flujos financieros, de las características
del nuevo orden económico internacional a la hiperconectividad que habilitan
las nuevas tecnologías, gobernar es cada vez menos aplicar un programa
determinado y cada vez más enfrentar circunstancias cambiantes en un entorno en
permanente mutación.
En este marco, el único límite es
el que impone la ciudadanía y, cada vez más, los tribunales, constituidos en un
nuevo actor político: si por un lado es cierto, como escribió O’ Donnell, que
los presidentes suelen recurrir a diversas estrategias para atenuar el control
de la justicia, por otro es verdad que los jueces han ampliado su esfera de
influencia hasta abarcar cuestiones que en el pasado hubieran quedado
totalmente fuera de su radar: por citar un ejemplo no kirchnerista, Macri tuvo
que desactivar varios recursos de amparo para poder aplicar una decisión tan
banal como el cambio de mano de la Avenida Pueyrredón.
GOBIERNO
Este contexto, común a buena
parte de las democracias contemporáneas, se conjuga, en la Argentina de hoy,
con la situación de normalidad política y económica que, todo así lo indica,
marcará el inicio del nuevo gobierno. En efecto, a diferencia de los comienzos
del alfonsinismo, el menemismo y el kirchnerismo, el próximo presidente no
asumirá en medio de un vacío pro-refundacionista sino en un escenario económico
que, por más problemas que arrastre, necesariamente implicará continuidades: la
posibilidad de desatar los nudos de inflación, dólar y crecimiento con cierta
calma.
Esto quizás explique la asombrosa
similitud entre Scioli, Massa y Macri, los tres candidatos con más chances de
llegar a la Presidencia. Pertenecientes a una misma generación política, la
distancia que los separa es más corta que la de cualquier otra elección desde
la recuperación democrática (pensemos si no en Alfonsín-Lúder, Menem-Angeloz,
De la Rúa-Duhalde, Menem-Kirchner). Como ocurre en las democracias
desarrolladas, que son democracias de la normalidad y no de la emergencia, las
opciones tienden a converger. De este centro difuso, cuyo signo de los tiempos
es el set de ShowMatch, surgirá el nuevo presidente. Un líder que, liberado de
un mandato fuerte, deberá improvisar sobre la marcha, como los conductores de
televisión que van reinventando su programa de acuerdo al ánimo del
dios-rating.
Pero que asuma con un margen
amplio no significa que pueda dormir del todo tranquilo porque en el fondo sabe
que una sociedad vigilante lo observará de cerca: el más mínimo ruido puede
hacer que se despierte y camine hasta la cocina, donde esperan las cacerolas.
1. “Delegative Democracy”, Journal of Democracy, Vol.
5, Nº 1, enero de 1994.
2. El mismo
O’Donnell lo recuperó más tarde para aplicarlo a las gestiones de Álvaro Uribe,
Hugo Chávez y los Kirchner, en las que veía algunas similitudes con el modelo
original. Disponible en www.clubpoliticoargentino.org
3. Isidoro
Cheresky, El nuevo rostro de la democracia, Fondo de Cultura Económica, 2015.