Por Felipe Pigna
El 9 de julio de 1816 en la casa
que había prestado gentilmente doña María Francisca Bazán, los diputados que
habían llegado de todos los puntos del ex virreinato declararon la
Independencia de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Comenzaba una nueva
etapa para lo que empezaba a ser nuestro país.
Éramos independientes
políticamente “de España y de toda dominación extranjera”, pero la metrópoli
nos había dejado en una situación económica muy delicada, que conduciría a una
dependencia económica de otras potencias europeas. España no sólo no había
fomentado el desarrollo industrial en sus colonias americanas, sino que hizo
todo lo posible para obstaculizarlo y poner trabas al comercio entre las
distintas regiones del extenso territorio. España misma tenía una escasa
producción industrial, que no alcanzaba a cubrir las necesidades básicas de sus
habitantes y debía importar la mayoría de los productos elaborados.
La zona de Buenos Aires producía
básicamente materias primas para exportar, como cueros, sebo para las velas y
tasajo, que era una grasa salada utilizada por países como Brasil y Estados
Unidos para alimentar a los esclavos. Esto le reportaba a la región importantes
ganancias, que junto con el manejo exclusivo de las rentas del puerto y la
Aduana -que aumentaron enormemente a partir del reglamento de Libre Comercio de
1809- le permitían darse el lujo de importar todos los productos que necesitaba
sin necesidad de preocuparse por su fabricación.
Así pensaba al menos la mayoría
de los terratenientes porteños, que preferían la ley del menor esfuerzo y la
ganancia fácil antes que el aporte para
el progreso, que hubiera implicado que destinaran parte de sus enormes
ganancias -como hicieron los ganaderos y granjeros norteamericanos- a invertir
en la industria.
La situación del interior era
diferente. En algunas regiones como en Cuyo, Córdoba, Corrientes y las
provincias del Noroeste, se habían desarrollado pequeñas y medianas industrias,
en algunos casos muy rudimentarias, pero que lograban abastecer a sus mercados
internos y daban trabajo a los habitantes de estas regiones. Para el interior
el comercio libre significó en muchos casos la ruina de sus economías
regionales arrasadas por los productos importados más baratos y de mejor
calidad.
El manejo del puerto y la Aduana
en forma exclusiva e injusta por parte de Buenos Aires será el tema central de
los enfrentamientos que comenzarán a darse por esta época y no concluirán hasta
la década de 1870.
La incapacidad y la falta de
voluntad y de patriotismo de los sectores más poderosos llevaron a que nuestro
país quedara condenado a producir materias primas y a comprar bienes elaborados
muchas veces con los productos de nuestra tierra. Claro que valía mucho más una
bufanda inglesa que la lana argentina con la que estaba hecha. Esto condujo a
una clara dependencia económica del país comprador y vendedor, en este caso
Inglaterra, que impuso sus gustos, sus precios y sus formas de pago.
Por otra parte, los países que
sustentan su existencia en virtud de la exportación de materias primas, como
granos o carnes, quedan muy expuestos a los fenómenos naturales, como sequías,
inundaciones, pestes de animales y esto puede arruinar su economía de un
momento a otro. En cambio, los países industriales pueden planificar su
economía sin preocuparse por si llueve, está nublado o sale el sol.
Tras aquel primer paso, el 9 de
julio de 1816, éramos independientes, sí, pero solamente en lo político; en lo
económico empezamos a ser cada vez más dependientes de nuestra gran compradora
y vendedora: Inglaterra.
A comienzos de 1817 el congreso
se trasladó de Tucumán a Buenos Aires. Todavía quedaba por definir la forma de
gobierno y redactar una Constitución.
Mientras tanto, San Martín había
sido nombrado gobernador de Cuyo en 1814 y se preparaba para cruzar los Andes
con su ejército libertador. Todo el pueblo de Cuyo colaboró donando elementos y
provisiones y alistándose los hombres de entre 16 y 50 años como soldados.
Estableció su base en el campamento de Plumerillo, Mendoza, e impartió un fuerte entrenamiento a sus
tropas acorde a la impresionante misión que tenían por delante: cruzar una de
las cordilleras más altas del mundo con picos de más de 6.000 metros para
llevar la libertad a Chile y de allí al Perú. Todos trabajaban en el campamento
y todos los metales servían para el cura Fray Luis Beltrán los transformara en
su fragua en fusiles y cañones para la libertad de América.
En tanto, en Europa continuaban
las negociaciones para conseguir un rey para estas tierras ahora
independientes. Obsesionados por el auge de las monarquías en el viejo continente,
muchos congresales insistieron en la necesidad de dictar una Constitución que
estableciera un poder ejecutivo centralizado y fuerte. Fue así como el 22 de
abril de 1819 el Congreso sancionó una Constitución unitaria y centralista, que
daba todo el poder a Buenos Aires y perjudicaba a las provincias. Éstas no
tardarán en rechazarla enérgicamente.
Así, el Congreso que en 1816
declaró la independencia se desmoronaba sin remedio y la amenaza de disolución
del gobierno central era un hecho. La región se sumía en una guerra civil entre
Buenos Aires y el interior que demorará durante largas décadas la organización
nacional.