La muerte de Umberto Eco plantea
varios interrogantes. ¿Es posible hacer literatura de masas con la dignidad de
una obra inspirada por una alta exigencia artística? ¿Tiene sentido mantener
las clásicas distinciones entre géneros o hemos entrado en una época
caracterizada por la hibridez? ¿Hay límites entre lo ficticio y lo real que no
deben traspasarse? ¿Cuál es el papel del escritor en una sociedad que tiende a
menospreciar el hecho estético y no reconoce la autoridad de los intelectuales?
Umberto Eco se doctoró en 1954 en la Universidad de Turín, con una tesis que se
publicaría dos años más tarde con el título El problema estético en Santo Tomás
de Aquino. Profesor de comunicación visual en Florencia, se especializó en
semiótica y en 1962 publicó Obra abierta, un inspirado ensayo que reproducía
las principales tesis de la Escuela Hermenéutica de Hans-George Gadamer: no hay
obras cerradas y con un sentido unilateral y definitivo, sino textos en
movimiento caracterizados por la polisemia y la polifonía. El sentido no debe
buscarse en la realidad empírica, sino en un orbe inteligible, semejante al
Mundo de las Ideas de Platón. Wittgenstein no se equivocaba al postular que el
sentido del mundo se encuentra más allá de sus límites físicos. En el caso de
la literatura y el arte, no hay una verdad revelada ni una escisión ontológica.
Simplemente, la referencia del hecho estético es el la historia del hecho
estético, con su tradición precedente y las inevitables transformaciones que
experimenta una obra con el paso de las generaciones. Cada interpretación es un
nuevo estrato que engrosa el perfil de un texto. Por eso, la crítica y la
creación literarias son arqueología, pero arqueología viva, dinámica, que
-lejos de preservar el pasado- lo multiplica en distintas direcciones.
Corroborando las tesis de Roland
Barthes, Eco postula que en cada obra hay una estructura que soporta los
cambios introducidos por cada lector y cada época. No se trata de una
estructura estática, sino elástica que convierte la experiencia estética en una
interlocución entre el autor y el espectador, o entre el autor y otro autor.
Cualquier obra es una fusión de horizontes. Es imposible concebir a Leopardi,
sin Dante y Hölderlin. La literatura siempre es un palimpsesto, pues la
escritura (o el arte) siempre deja una huella, un surco, que otros aprovechan
para crear nuevas formas.

El nombre de la rosa, que
apareció en 1980, es la plasmación literaria de esta interpretación de la
cultura. Ambientada en el siglo XIV, la peripecia de fray Guillermo de
Baskerville y su pupilo Adso Melk en la abadía de los Apeninos ligures se
despliega como una trama policial, con grandes dosis de suspense. Es
indiscutible que el éxito de la novela procede de esa intriga, pero la cadena
de misteriosos asesinatos se revela compatible con los conflictos teológicos
entre franciscanos y dominicos. Los franciscanos reivindican la pobreza evangélica
y la ternura de Jesús, que advirtió: "Misericordia quiero, no
penitencia". No conciben límites en el poder de Dios y creen que podría
haber creado un mundo donde el pecado fuera virtud o el tiempo avanzara macha
atrás. Incluso podría haber engendrado un universo donde no existiera Dios. Por
el contrario, los dominicos creen que Dios está limitado por la Razón. Su
voluntad es omnipotente, pero no puede cambiar las leyes de la naturaleza,
invirtiendo el orden temporal o transformando el mal en excelencia moral. La
aparición en la biblioteca de la abadía de la extraviada sección de la Poética
aristotélica dedicada a la comedia amenaza con añadir nuevas fisuras a la
Cristiandad, justificando el escarnio de cualquier verdad de fe, con el
pretexto de no oponer cortapisas ni objeciones al humor. La risa es subversiva,
insolente e impúdica. No puede contar con el respaldo del Filósofo, término que
se atribuía por excelencia a Aristóteles en el siglo XIII. Ocultar ese
manuscrito justifica perpetrar los crímenes más horrendos.
Creo que el mejor Eco se
encuentra en los tres títulos citados. El resto de su obra tiene un indudable
interés, pero carece de la misma altura. Eco intentó repetir la fórmula de El
nombre de la rosa con El péndulo de Foucault (1988), La isla del día de antes
(1994), Baudolino (2000), La misteriosa llama de la Reina Loana (2004) y El
cementerio de Praga (2010), pero con resultados mucho más mediocres. No olvido
su Tratado de semiótica general (1975) y su ensayo Lector in fabula (1979), que
aportaron brillantes ideas sobre la intertextualidad, los signos y la
comunicación. Sin la profundidad de Gadamer o Ricoeur, Eco abordó el tema de la
comprensión, una forma de conocimiento alternativa a la verificación empírica
de las ciencias naturales, que ha reducido la verdad a tristes evidencias,
proscribiendo experiencias como la fe y menoscabando la trascendencia del
fenómeno estético.
Al igual que Borges, Eco
preconizó la autonomía del hecho literario. El escritor no se nutre
necesariamente de vivencias, sino de lecturas. Escribir es una extraña forma de
vivir, pero no está de más recordar que la palabra es la principal seña de
identidad de la especie humana. Creo que ahora estamos en condiciones de
responder a las preguntas del inicio de esta nota. El nombre de la rosa es la
prueba irrefutable de que la cultura de masas no está divorciada del rigor
estético. La reciente muerte de Harper Lee, autora de Matar a un ruiseñor
(1960), corrobora esta tesis. Los límites entre lo real y lo ficticio deberían ser
inexistentes en el ámbito de lo imaginario, pues la creación artística exige
una completa libertad.
En Número Cero (2015), Eco
critica al periodismo sensacionalista, pero desliza otro mensaje no menos
importante: el escritor es un demiurgo que dilata lo real. Por eso mismo,
resulta absurdo respetar la canónica de los géneros. A sangre fría (1966), de
Truman Capote, es a la vez novela e investigación periodística. El nombre de la
rosa es novela histórica y policíaca, teología y filosofía, e incluso se permite
una breve incursión en el romance y la pulsión sexual. Eco no fue Camus ni
Unamuno, pero siempre se mantuvo al corriente de los cambios políticos y
sociales, expresando opiniones que agradaron a unos e irritaron a otros. No
ocultó su antipatía hacia Ratzinger ni su aprecio hacia la labor reformadora
del Papa Francisco. Su visión de las cosas a veces pecó de cierto
apresuramiento. Como buen italiano, se apasionaba con facilidad, lo cual no
suele favorecer la ecuanimidad. ¿Soñaba Eco con el paraíso? Es posible. Si era
así, su fantasía le atribuiría forma de biblioteca. No me cuesta mucho trabajo
imaginarlo en la Biblioteca de Babel, discutiendo con Borges sobre el tiempo o
los universales.
Fuente: El Cultural -
Rafael Narbona