Lilia Ferreyra, pareja del escritor Rodolfo Walsh, fue quien
lo ayudó a difundir su carta a la Junta Militar.
La periodista, pareja del escritor cuando éste escribió en marzo de 1977 y difundió su célebre carta abierta a la junta militar, falleció a los 71 años víctima de una enfermedad terminal. Había trabajado en la editorial Jorge Álvarez, en los diarios La Opinión y Página/12 y en los últimos años se desempeñó como asesora de la Secretaría de Derechos Humanos. Coordinó el espacio de la ex Esma, ahora ocupado por diversos centros culturales volcados a la promoción de la memoria de los derechos humanos, pero que fue el mismo lugar al que fue llevado el cuerpo de Walsh tras ser asesinado en la calle mientras despachaba la denuncia en la que Lilia había colaborado, haciendo copias en una casa de la localidad bonaerense de San Vicente.
Nuestro homenaje es con un texto de Nicolás Loyarte publicado en la revista eh!
RODOLFO SE IBA POR EL RÍO
Rodolfo estaba ansioso por
conocer a su primer hijo varón. Se levantó temprano aquel viernes. Quería regar
los almácigos de lechugas pero no hizo tiempo por la mañana. Se detuvo en aquel
cuento que había firmado la noche anterior, sus codos apoyados en el escritorio
de la casa de campo de ladrillos, en San Vicente, ese rincón virgen de un
Buenos Aires remoto. Al darse cuenta de la hora bombeó agua del pozo, se lavó
la cara y se peinó rápido para salir. Había alguien que lo esperaba. Le pidió a
su compañera, Lilia, que encargase dos kilos de asado para el día siguiente,
quería agasajar a su nuevo nieto. Y partió.
En su portafolio plástico de
seudo profesor de inglés retirado llevaba las copias de la Carta Abierta de un
Escritor A la Junta Militar, que había firmado el día anterior para ganar una
apuesta, aquél jueves 24 de marzo de 1977. Pensó entonces en su hija Vicki y no
pudo evitar pensar en sus asesinos. Y sintió alivio por no haberse exiliado,
por haber elegido el repliegue “hacia su propia historia, su propia cultura, su
propia psicología”, como solía decir por aquellos días. Caminaba bajo el sol
con su sombrero de paja por las calles de tierra hacia la estación de tren
cuando se cruzó con el dueño de la inmobiliaria que le entregó los papeles de
su casa. Los colocó junto a las cartas y apuró su paso en busca de ella.
Se encontraron por San Juan, de
Entre Ríos hacía el oeste, en la Capital Federal. La gente pasaba entre ambos y
les escondían sus miradas. Rodolfo observó la escena, se detuvo en un par de
sospechosos entre los que confundió al represor Astiz, y avanzó confiado en su
disfraz hacía ella. La mujer llevaba a su pequeño hijo consigo. Le habló de su
compañero al que habían desaparecido, de su desesperación, y le pidió ayuda.
Rodolfo lió aquellos ojos húmedos con los de Vicki. Habían sido amigas,
entonces le entregó algo de dinero y pidió absoluta reserva al explicarle cómo
llegar a su nueva casa de campo donde los alojaría. Más tarde recorrió las
calles porteñas en busca de buzones en donde arrojó las copias de la Carta
Abierta. “Lejos de procurar la muerte, gozaba de la vida”, dice su amigo, “el
perro” Verbitsky.
Regresó temprano para regar la
lechuga y seleccionó algunas plantas que arrancaría a la mañana siguiente para
acompañar el asado. Retomó la escritura de aquel cuento sobre su padre, al
tiempo que encendía la leña sobre la que calentó un poco de guiso. Durante la
cena le anticipó a Lilia sobre la nueva inquilina y su pequeño que llegaría el
domingo, y pensó en acondicionar la habitación trasera para darles comodidad.
Luego avanzó algunas líneas en el cuento hasta que la vela, única luz con la
que contaba, le dijo basta y se acostó.
El sábado fue una fiesta. Rodolfo
“bautizó” a su primer nieto varón con un asado en el que además compartió por
primera vez su cuento “Juan se iba por
el río”. Se sentía conmocionado. El haber escrito y difundido la Carta Abierta
fue una bocanada de oxígeno que colmó sus pulmones. Y ahora esto, ese bebé tan chiquito
en su brazos, una sensación de comienzo de vida nueva.
La que termina hubiese sido
quizás la historia de Rodolfo Walsh si no lo hubiese desaparecido un comando de
la ESMA, aquel viernes 25 de marzo de 1977, cuando acudió al “llamado
desesperado” de una amiga de su hija asesinada, Vicki. Lo engañaron. El rigor
de la picana hizo escupir la información a un torturado. Fue emboscado en San
Juan y Entre Ríos por ese miserable que Walsh reconoció y con quien se tiroteó
con enfado antes de se detenido: Astiz y compañía. Llevaron su cuerpo masacrado
a la ESMA donde, dicen, lo quemaron en el campo de deportes, junto al río. Del
documento inmobiliario que llevaba en su portafolio obtuvieron su dirección y
saquearon la casa donde un día más tarde hubiese conocido a su nieto. Entre
otros cuentos, documentos y apuntes, desaparecieron, como él, ese que había
titulado “Juan se iba por el río”.